El futbol, esa extraña pasión.

La pelota saltó  por sobre las cabezas y salió veloz por una de las esquinas de la cancha.

-¡ «Cornia»!- gritaron en coro los hombres apostados en los bordes del rectángulo dibujado  en la tierra en un rincón del potrero.  Eran todos campesinos que  alegraban su día domingo en encarnizados  partidos con otros campesinos venidos de lugares cercanos.  Encerrados entre las líneas blancas que demarcaban la cancha, corrían, algunos con gran habilidad otros más lerdos, pero todos con igual pasión. Vestidos con las camisetas blanco y rojo del club, ya percudidas de tanto jabón gringo, deshilachadas por la escobilla de la Rosa, la mujer del Mañungo, que se ganaba unos pesitos lavándolas cada Lunes. Corrían sin importar el sol de las tres de la tarde que rebotaba sobre sus cabezas. Corrían en tropel hacia el arco contrario defendiéndose a codazos y patadas. Campesinos de pocas palabras, hoscos unos,  parlanchines y alegres otros,  gritan para darse ánimo, se pelean detrás de una pelota dura de cuero recién inflada, sin identidad, sin diferencias, igualados por la contienda, convertidos en fieros luchadores frente a un enemigo común: el equipo contrincante. La mayoría prefería jugar descalzo, los zapatos con estoperoles que generosamente les habían comprado entorpecían sus movimientos,  eran demasiado duros y tiesos para los pies acostumbrados a las «ojotas».

Esa diversión de tardes de Domingo en mi niñez, fue mi primer acercamiento al futbol. Debo haber tenido unos 8 años o tal vez 10. Lo seguro es que ya sabía escribir. Entre las actividades de nuestras vacaciones estaba la de escribir las cartas con las que se concertaban los partidos de cada semana. El tío José, presidente vitalicio del club, nos pasaba una carta tipo que copiábamos,  cambiando sólo los nombres y las fechas, donde se invitaba a los equipos de los fundos vecinos para que participaran en algún campeonato o sólo para algún partido dominical. Era una importante tarea que formaba parte de nuestra rutina. La encargada se  instalaba en la mesa que hacía de escritorio y con la mejor caligrafía transcribía  lo que el tío le dictaba, cuidando de no manchar con tinta la esquela blanca, que luego él se encargaba de hacer llegar al destinatario. Había ocasiones en que cambiaba el tenor de la misiva. Eran partidos importantes donde los invitados eran de lugares alejados o de alguna industria de Santiago. Se jugaba con tres equipos y  la invitación era por todo el día. «Con recibimiento» la llamaban.  Se estrenaban camisetas nuevas, se repintaban los tres palos que formaban los arcos y los jugadores pasaban gran parte del día anterior acarreando tierra para emparejar un poco el terreno de juego que durante la semana era usado por las vacas y los caballos, sin ningún respeto. La contienda comenzaba muy temprano en la mañana apenas llegado el bus que acarreaba a los visitantes y,  mientras los jugadores hacían sus mejores proezas en la cancha, otro grupo instalado a la sombra de los álamos, daba vueltas y vueltas sobre las brazas el palo donde habían instalado el cabrito donado por el fundo, entretanto los  vasos de vino pasaban de mano en mano.  Al momento de la premiación, terminada la jornada,  ya muchos de los participantes dormían la borrachera a un costado de la cancha.

Corrían los años 50.  En esa época el futbol era un deporte popular que sólo practicaban los hombres. Las mujeres participábamos escasamente sólo como espectadoras,  espectadoras con ciertos reparos. A la abuela no le parecía nada bien que «las niñitas» asistiéramos a los partidos donde un puñado de hombres rudos, olvidando toda compostura, corrían detrás de una pelota, gritando groserías y  cambiándose de ropas detrás de los sauces de la esquina del potrero. No era un lugar muy apropiado para nosotras.  Igual nos escapábamos y paradas en el borde de la cancha hacíamos barra a los locales, casi todos peones conocidos,  trabajadores del campo donde pasábamos las vacaciones.

Con la adolescencia perdimos interés en  «las partidas» dominicales  y mi afición por el futbol sólo renació alguna vez en las vacaciones de invierno cuando, para capear el frío, desafiábamos a primos, primas y tíos a disputar entretenidas «pichangas» en el enorme patio que rodeaba la casa donde siempre los perdedores fueron las flores y plantas de la abuela y los varones adultos que,  estoicos,  debían aguantar  nuestras patadas, codazos y tirones.

Cuando cursaba el cuarto año de humanidades un acontecimiento nacional vino a despertar nuevamente mi alma futbolera: el Mundial del 62. Chile se convirtió en el  epicentro para los amantes del futbol.  Se llenó de periodistas extranjeros. Nuestro país, por esos años mucho mas lejano y provinciano, ocupó un lugar importante en la prensa internacional especializada. No sé si llegaron tantos turistas como se esperaban, pero por un mes el país se vistió de fiesta. En los colegios no hubo clases. Se paralizo toda actividad a la hora de los partidos. Había llegado la televisión y la gente se agolpó frente a las vitrinas de las tiendas y a las ventanas de los privilegiados que pudieron comprarse los primeros «Bolocco» para verlos  o escuchar las trasmisiones por la radio. Que Chile terminara tercero hizo explotar el fanatismo patriotero, nadie quedó indiferente. En Santiago el centro se llenó de gente. En las calles algunos bailaban cueca otros «rocanrroleaban» al compás de los «Ramblers» que, de desconocido conjunto musical,   convirtieron en un inesperado éxito su «Mundial del 62», estribillo que todos coreaban como si fuese un himno.   Los jugadores de la selección devinieron  nuevos héroes nacionales.

De vuelta al colegio, terminado el campeonato,  en el internado nos prohibieron hablar de futbol.  Pronto supimos la razón de tan curiosa prohibición.  Nuestras santas monjas que entretenían sus días sin alumnas mirando los partidos en un flamante televisor que un apoderado les había donado, no pudieron abstraerse de esa extraña pasión que produce el futbol y durante  el duro partido jugado entre las selecciones de Italia y Chile,  lleno de agresiones físicas en la cancha, y que pasó a la posteridad por el feroz combo que Leonel Sánchez propinó a Mario David a vista de todo el mundo sin que el arbitro se diera por enterado,  había provocado tal trifulca entre las monjas chilenas e italianas que hubieron de suspender dicho pasatiempo en pos de conservar la paz y la tranquilidad dentro del convento.

Aunque nunca lo busqué, las circunstancias se conjugaron para hacer que, de algún modo, siempre el futbol tocara tangencialmente mi vida. Durante toda mi niñez, en el barrio donde crecí,  Sábados y Domingos, el grito de los muchachos que, colgando de las puertas de las micros, voceaban  «al estadio, al estadio» fueron parte del paisaje a la hora de la siesta.  Más tarde,  sentada en alguna galería a menudo me tocó hacerme cargo de libros,  chalecos y billeteras de los compañeros de universidad, mientras ellos disputaban  acalorados partidos con equipos de otras facultades. En la etapa laboral, cuidando de los escuálidos fondos del equipo de futbol de los auxiliares del Campus Oriente de la UC quienes me pidieron fuera su tesorera. O algunos años después, festejando en medio de una multitud de viñamarinos, con mi marido y mis hijos en la calle Valparaíso, el triunfo del «Everton» cuando fue campeón en el año 1976, año en el que casualmente vivíamos en Viña del Mar.

Diversas distracciones y más tarde la maternidad, marginaron el futbol de mi entorno. Sólo por un tiempo.  Hasta que los niños crecieron  y,  convertidos en fanáticos, tuvieron edad suficiente para partir solos al estadio a apoyar el club de sus amores: la «U».  Premunidos de banderas, gorros y cornetas partían cada vez que algún importante partido lo merecía, con lluvia o con sol, metidos entre los aguerridos «socitos» de la barra con los que compartían no sólo la pasión por su club sino también la baboseada botella de bebida que pasaba de mano en mano.  Ahí me quedaba en la casa esperándolos, aterrada, rogando por que volvieran sanos y salvos. Siempre volvieron agotados y afónicos. A veces eufóricos por el triunfo. Otras, tristes por la derrota, pero sanos.  Para darme tranquilidad mi marido, nada futbolero, decidió un día ir con ellos.  Sólo con el espíritu de ver  el ambiente del lugar donde tan entusiastamente partían cada jornada. Sólo por curiosidad.  Cuando ya de vuelta les abrí la puerta, no podía dar crédito a lo que veía: mi marido, el serio padre de familia, venía agotado, afónico, con un cintillo azul amarrado a la cabeza,  traspirando y cantando a coro con los niños unos estribillos nada de académicos,  recién aprendidos de la barra de «los de abajo».  Absolutamente feliz.

Decidí unirme al enemigo y así me convertí en la encargada de bebestibles y  meriendas para amenizar las jornadas futboleras de la familia. No soy una excepción, aun cuando sé  perfectamente lo que es un «outside»,  igual recibí muchas reprimendas por hablar en los momentos más álgidos de la contienda o por preguntar cándidamente :»¿quien metió el gol?» jugada que me había perdido por estar distraída mirando cómo alguien se amarraba los zapatos en el otro extremo de la cancha.

Como guinda de la torta, no hace mucho tiempo, estando de paso en Madrid con Pablo, mi hijo menor, me propuso cambiar el tentador panorama de una rica comida en algún buen restaurante madrileño,  por un partido del Real Madrid en el Santiago Bernabeu. Por dármelas de mamá que va a todas, acepté. Total era una experiencia nueva y que, seguramente, no volvería a repetir.  Como era de noche y pleno invierno, nos pusimos toda la ropa de abrigo que llevábamos en la maleta. Era un partido sin importancia, «¡que vergüenza!»,pensé, «vamos a ser los únicos en el estadio», pero el hecho de conocer  el lugar y ver en persona a uno de los mejores y más caros equipo del mundo valía la pena.  Apenas subimos al metro me dí cuenta de mi error. Iba repleto de hombres y mujeres que lucían orgullosos las bufandas del equipo local. Inmediatamente dejamos de sentirnos afuerinos, éramos unos más entre todos los que, en una verdadera procesión blanca, nos dirigíamos hasta el estadio ubicado en pleno paseo de La Castellana en el centro de la ciudad. Por supuesto no había ni una sola entrada. Pablo ducho en estos afanes, se las arregló para conseguir dos, a precio de oro, en la reventa. Lo primero que llamó mi atención fue la civilizada forma de llegar hasta nuestras ubicaciones subiendo por una de las escalas que, cual torres de un castillo, se elevan en los cuatro extremos del edificio. Una vez  instalados, gente de la más variada edad y condición comenzó a llenar las graderías del enorme y fantástico coliseo de cuatro niveles de altura:  familias con niños pequeños, parejas de ancianos, grupos de mujeres y hombres  jóvenes. De pronto, sobre nuestras cabezas, se prendieron corridas de radiadores que llenaban todo el borde del techo: ¡había calefacción!, nunca me sentí más provinciana. Terminamos en polera y con una ruma de ropa de abrigo sobre nuestras rodillas. Cuando prendieron las luces iluminando la cancha, mi emoción llegó al límite, ni la mejor ópera podría superarlo. ¿Ochenta mil?¿Cien mil?, no  sé la capacidad, me sentía minúscula entre la cantidad increíble de espectadores que rodeábamos el magnífico rectángulo verde que se extendía a nuestros pies. La música de los parlantes, los ruidosos cánticos, el rugido del público. Todo contribuyó a convertir un simple partido de futbol en un espectáculo grandioso. A pesar de la altura, reconocí claramente a cada jugador mencionado por  los parlantes y coreado por la masa,  (rostros ya familiares para mi gracias a largas charlas con Andrés, mi nieto mayor). Ahí estaban todos: Cristiano Ronaldo con su característico caminar luciendo pectorales, la larga cara de Di María, Pepe, el Xabi Alonso, Higuaín y en el arco  el buen mozo Casillas.  Por supuesto el Real goleó al pobre Granada que por primera vez pisaba el Bernabeu, cinco a uno fue el resultado.  Rodeada de madrileños que eufóricos batían en el aire sus bufandas en cada avance de su equipo, de pie, me uní a la minoría,  casi tan afuerinos como nosotros, celebré el único gol junto a los numerosos granadinos que habían llegado a la capital y que teñían de puntos rojos algunos sectores de las graderías.

Maggie

Terminado el partido, aún entusiasmados,  compramos bufandas para los nietos en el Kiosco frente a la salida, felices por la experiencia vivida nos dirigimos a la estación más próxima, estaba repleta. Decidimos  gozar de la fresca noche madrileña y volvimos caminando la larga distancia entre el estadio y nuestro hotel. No éramos los únicos. Gran cantidad de gente transitaba por las calles. Poco antes de llegar entramos a uno de los tantos bares del centro de la ciudad. Sentados en la barra, con unas cuantas tapas y un par de copas, aplacamos nuestro apetito y pusimos fin a tan especial paseo.

Algo pasa con el futbol.  Tengo claro.  Sí.  Es sólo un deporte. Nada trascendente,  no mucho más que otras tantas cosas que hacemos en la vida, pero cuando juega «la rojita» , todos jugamos. Cuando gana, todos ganamos. Ni el mejor cuerpo diplomático nos ha hecho tan conocidos  en el extranjero como nuestros jugadores.

Perdón, pero debo terminar.  Alejandro y mi sillón frente al televisor me esperan.  Acaba de comenzar el partido con la final de la Champion League.

 

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